Música

Frida (Life tends to come and go)

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Luego de pensarlo mucho y decidir que comprar un siamés por el hecho de tener un gato de raza no era una opción, salimos en busca de un gatito para adoptar. Dimos con Mara, una señora que había rescatado a un gatito de la basura pero no podía quedárselo.

El veterinario nos dijo que era gata, tenía un mes, pulgas y parásitos. Fue a casa dentro de una bolsa de papel, durante el trayecto se quedó dormida sentadita, apoyando la cabecita en una de las paredes de la bolsa, por primera vez en mis manos, mi primera mascota.

Como aún no tenía dientes, tomaba una mamadera que le preparábamos con una mezcla de leche, crema, huevo y balanceado triturado. Mientras se calentaba, la entreteníamos y solía quedarse dormida, de tan bebé que era. Hasta que estaba lista su comida y se atragantaba bebiendo con un sonidito que jamás volvió a hacer de grande.

Teníamos una lista de posibles nombres, pero cuando ella llegó a casa ninguno le sentaba. Papá dijo: “tiene cara de Frida” y fue perfecto.

Frida, Fridi, Fruda, Fifi, Fifí, Fridita. Gata, gorda, loca, preciosa… ella respondía a cualquiera de estos vocablos. Sabía muy bien cuando se hablaba de ella, cuando hacía algo mal y se escondía o cuando había una posible “cosa rica” esperándola: no podíamos abrir una lata de arvejas sin que pensara que era para ella y nos siguiera maullando. El ruido a papel podía significar algo rico que le pudiéramos convidar o una pelota para jugar, ella siempre estaba atenta.

Nunca más una cucaracha sobrevivió más de unos minutos si osaba entrar en casa, desde que nuestra celosa guardiana creció lo suficiente como para cazarlas sin piedad. Las polillas mariposa no corrían mejor suerte, llegué a encontrarme algunas en mi cama, a modo de regalitos.

Cuando tenía alrededor de cinco meses tuvimos un accidente, la pisé y terminó en la veterinaria de urgencia. No fue más que un susto, pero jamás hasta entonces había sentido tanta culpa y tanta responsabilidad por un ser viviente. Esa noche me cambió, aún no sé que hubiera sido de mí salud mental si las cosas hubieran sido diferentes. Casi igual culpa sentí cuando la castramos y la vi indefensa por la anestesia. Un día cayó desde mi ventana por perseguir a una paloma, otro susto, apenas una patita fisurada que ni le vendamos (no se hubiera dejado).

Antes de que pudiéramos enrejar el balcón, me despertaba cada vez que se ella se subía a la baranda. No importa que tan dormida estuviera, el sonido de sus garritas en el metal me volvían a la vigilia de un salto. “Fridita, vení Fridi, bajate de ahí, vení por favor…” entonces ella bajaba y yo la perseguía haciendo ruido con un diario, tratando de disuadirla que volviera a intentarlo.

Un día quise ponerle un suetercito, casi se arranca la cabeza. No podíamos ponerle ni un collar, ni darle una pastilla y teníamos batallas memorables cada vez que había que salir de casa a la veterinaria. Vivíamos arañados, sobre todo yo. Jamás fue rencorosa o vengativa y siempre respondía a nuestros llamados. Le tenía miedo a mamá cuando la veía realmente enojada. Era muy divertido verla escondida con la cola baja esperado que todo se calme.

Tenía la boquita rosa, al igual que tres de sus almohaditas, y unos pelitos blancos en la nariz que a simple vista parecían un manchita de leche. Casi nunca maullaba, sólo cuando quería algo. Hacía, en cambio, muchos otros sonidos: el ronroneo, el gruñido gutural de enojo, el «rrrr» de alerta, un sonido agudo abriendo y cerrando rápidamente la boca cuando veía a las palomas.

Siempre fue juguetona, no sólo de chiquita, las pelotas, los reflejos hechos con un espejo, las cintas y las botellas vacías le generaban pasión. A veces jugábamos juntas, ella me corría y me manoteaba los pies. Luego me esperaba en esa posición graciosa que hacen los gatos, de costado con las patitas juntas y estiradas, la cola y las orejitas en alto.

Ella era mi alter ego, la primera foto que usé en cada red social, en cada nuevo celular o fondo de pantalla, a ella refieren mis contraseñas. A veces mis padres decían “Gigí” para llamarla a ella o “Fifí” para llamarme a mí, a veces se les escapaba un “hija”. Le dediqué muchas cosas, entre ellas, un cuento.

Una mañana desperté con ella en mi pecho, se incorporó, se acercó a mi cara y dijo “vos vas y venís”, luego bajó de la cama y yo desperté, esta vez al mundo real. Ella me miraba desde la alfombra, esperando a que me levante. Desde entonces, esa frase me persigue, tanto, que hasta Morrissey la dijo la primera vez que lo vi.

Cuando Frida cumplió 12 años me puse a pensar. Ella era tan fuerte que seguramente viviría bastante, pero iba a empezar a ponerse viejita, ya no jugaba como antes, tal vez empezara a perder algún dientito o a dormir aún más… pero el cáncer la mató apenas cumplidos los 13. Jamás imaginé que el final sería tan rápido, tan cruel.

Ahora me siento desamparada, porque ella estaba conmigo siempre. Todo, excepto mi familia, cambió desde que la llevamos a casa hasta hoy. Otello llegó y nos dejó, Tiziano aún es nuestro bebé. Pero desde mis 17 a mis 30 años, casi nada más está en pie. Ella estuvo en todas mis crisis, con su presencia mágica. Ella me veía llorar, permanecía a mi lado en la cama o se acercaba con su ruidito gutural hasta mi cara, como preguntando qué me pasaba. Ella aún estaba ahí cuando empecé a llorarla, conciente de su enfermedad y del poco tiempo que nos quedaba juntas.

Ahora lloro otra vez, pero sin poder consolarme en sus ojos verdes o frotando esa panza hermosa, o hablándole, porque ella siempre escuchaba. Desde bebé que le hablamos mucho, solía seguir a mamá de un lado a otro a lo largo del día. Sólo en los últimos tiempos se volvió más dócil, pero su compañía era permanente. Era una fiera amable, a la que le gustaba estar acompañada en su independencia y que me toleraba un poco más a mí porque sabía que nos pertenecíamos.

No sé como despedirla, como adaptarme a su ausencia, como lidiar con el dolor de despertarme y no verla, salir de casa y que no me despida en la puerta, llegar y que no esté para saludarla. Quisiera romper todo y empezar de nuevo, quisiera quedarme en la cama indefinidamente, con todo apagado y los sentidos desconectados. El mundo real no lo permite, entonces trato de seguir a la vida implacable que no se detiene.

Mick Karn le dedicó un capítulo de su autobiografía a su gatita. Kashmir Karn vivió 18 años junto a su dueño y su historia me hizo ver lo duro de los días por venir, con Frida en decadencia. Tomo el tema de Kashmir para homenajear a mi Frida, para velarla con música y tratar de darle sentido al dolor, algo que hacemos los humanos.

Frida

01/03/2000-14/05/2013

Riquiescat In Pace

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