“Ouija Board, Ouija Board would you help me…” La voz de Morrissey lo despertó, eran las cinco y media de la mañana. Pensó en qué harían sus vecinos escuchando a Moz a esa hora y a ese volumen hasta que, un poco más despierto, notó que se había quedado dormido con la compu prendida. Su lista de Itunes estaba reproduciendo todo lo correspondiente a la letra “M” gracias a su orden alfabético. Reflexionó un rato acerca de la arbitrariedad de ese orden que podía pegar en una escucha a Bartok con Bananarama, a los Beatles con Beethoven, a Purcell con Pink Floyd. Concluyó que si bien este orden es bastante útil, tal vez más tarde intentaría agrupar su basta discoteca digital de alguna otra forma.
“S.T.E.V.E.N…” ese deletreo al final de la canción de Morrissey lo devolvió a la realidad. Estaba sentado en su cama, a oscuras, vestido, escuchando una canción sobre espíritus. Un relámpago echó luz a su habitación por un instante. Recordó su propia experiencia con una tabla Ouija. Tenía 16 años y sus padres no estaban en casa, invitó a sus amigos y pasaron la noche escuchando música y saqueando el bar doméstico en cantidades moderadas para evitar que su padre notara la falta de alguna bebida, sólo sacaban un poco de cada botella. Licores de chocolate, de menta, de huevo, anís, vodka, 2 o 3 whiskys de distintas marcas y años de barril, un gin.
Fue Carlos quién le preguntó si no tenía una Ouija, él lo miró sorprendido “no”, dijo sin atinar a más. Carlos no se desanimó, tomó el cuaderno de matemáticas del escritorio de su anfitrión y comenzó a escribir el alfabeto completo dejando dos cuadraditos entre letra y letra, separó las letras cortando el papel con una regla y las ubicó en círculo sobre la mesa. Tomó un vaso limpio del bar y les pidió a todos que se acercaran. Sus amigos, entre nerviosos y entusiasmados, pusieron cada uno un dedo sobre el vaso. Se vio haciendo lo mismo, la situación no le dejaba opción.
¿Cuántos años habían pasado de aquello? No quería hacer cuentas pero apenas podía entender como ese suceso al que no le dio importancia en su momento todavía lo persiguiera. El espíritu que acudió esa noche no había quedado en su casa, como amenazaba la leyenda, se había alojado en su interior. Lo guardaba en lo más profundo, ahí donde anidan las preguntas sin responder de la infancia. Como el destino de su amiga. ¿Qué había pasado con Rosa? Nunca supo si la intención final de Carlos había sido la de intentar contactarla y así responder ese misterio que los había silenciado desde niños.
Rosa era la más callada y aplicada de la clase, la favorita de los profes. Nadie se hubiera imaginado que podría escaparse de su casa y aparecer muerta en el páramo por accidente (como les habían dicho). Nadie contestó cuando preguntó a las maestras y a sus propios padres si la renuncia y mudanza del director del colegio tenían algo que ver con la suerte que había corrido Rosa. El barrio entero estaba trastocado, aunque les dijeran que nada pasaba, que fue un accidente, que Rosa tuvo mala estrella, lo cierto es que durante todo ese año nunca estuvieron solos en la calle, se turnaban entre vecinos para llevarlos o buscarlos del colegio, todos los adultos se ponían nerviosos si alguno de sus amigos se escapaba al kiosco con el vuelto del almuerzo.
La pregunta por Rosa volvió con toda su intensidad reprimida en esa mañana de tormenta. Se estremeció. Gotas de sudor frío en la frente y un vacío en el estómago. Él nunca soportó la incertidumbre y ese conocimiento de si mismo le hizo saber que no podría volver a dormir. Conjeturó si esa duda enterrada en su corazón lo habría llevado a ser escritor. Luego de una ducha y un café probaría suerte en la biblioteca del Congreso. Tal vez los diarios de la época le dieran alguna pista sobre aquello que le había pasado a la niña. Tal vez así sosegaría su espíritu.